domingo, 27 de noviembre de 2016

Maestros

Hoy, 27 de noviembre, es el Día del Maestro en España. Por eso me acuerdo más que nunca de don Antonio Antelo y señorita Mai. Así es como yo me dirigía a ellos. Ambos fueron mis profesores. He tenido muchos más, pero el recuerdo de ambos opaca al que albergo del resto.

No quiero aburrir a nadie con pasajes de la biografía de un mindundi como yo, pero permitid que os explique brevemente el porqué de esa huella indeleble que han dejado en mí: nunca fui un alumno modélico, pero en mis primeros años académicos se podría decir directamente que era un bicho. Peleón, contestatario, desafiante y poseedor de una inmeritoria facilidad para aprobar los exámenes desentendiéndome completamente de mis obligaciones como alumno. Tenía las libretas llenas de dibujos que garabateaba en el aula cuando debía estar prestando atención, y hacía los deberes dependiendo de la dirección del viento y de la insistencia de mi abnegada madre. No era de extrañar que el grueso de mis profesores optase directamente por tirar la toalla y llamar periódicamente a mis padres para notificarles que su hijo era, a grandes rasgos, un molesto forúnculo en las posaderas del colegio.

Cuando la situación era desesperada y desesperante, y contra mi voluntad, mis progenitores optaron por cambiarme de centro. Así aterricé en el Manuela Rial Mouzo de Cee, donde conocí a don Antonio y a la señorita Mai. Ambos tenían fama de huesos, de educadores duros e inflexibles. Me lo advirtieron mis nuevos compañeros nada más llegar y yo no tardaría en descubrirlo. En cuanto tuvimos el primer contacto, aquellos temibles enemigos de la rebeldía juvenil decidieron que, por sus santos cojones bemoles, no arrojarían la toalla conmigo hasta encauzarme. Y vive Dios que no lo hicieron. Como dos tenaces arqueólogos, tras meses de peloteras y desencuentros varios, lograron encontrar algo en mí que nadie se había molestado en buscar y que yo en aquel momento desconocía que tenía. Consiguieron que un niño con problemas de conducta los canalizase a través del dibujo y la literatura, dos de mis aficiones a las que ningún docente había dado especial importancia hasta aquel momento y que incluso era probable que desconociesen. A partir de aquel hallazgo fruto de su tesón, don Antonio y la señorita Mai me inscribieron en concursos de ambas disciplinas con gratificantes resultados. Me mantuvieron motivado. Me espolearon sin descanso e hicieron que me sintiese valorado y comprendido. Me enseñaron que la vida es mucho más que jugar bien al fútbol o ser el más fuerte del patio, algo que los adolescentes de mi tiempo tardaban en comprender (y menos mal, porque yo lo llevaba crudo en ambos casos). Me inculcaron valores como el respeto, la constancia y la ambición bien entendida. Me hicieron mejor estudiante (aunque nunca llegaría a ser brillante), pero sobre todo mejor persona. 

Me sorprende sobremanera las contadas y tímidas alusiones a este Día del Maestro en los medios, aunque también resulta sintomático de la infravaloración que sufre una de las profesiones más importantes y necesarias del universo laboral. Un profesor tiene algo en común con un fisioterapeuta: como te toque uno malo, estás jodido. Mis errores son míos, pero en cada uno de mis aciertos está la impronta de aquellos dos tercos educadores que decidieron que yo no iba a echar por tierra mi futuro. Hoy otros gozan del privilegio de aprender con ellos. Espero que esos alumnos vean este post y se den cuenta de lo afortunados que son. Están en buenas manos. Y espero también que don Antonio y la señorita Mai estén leyendo estas líneas. Así sabrán que los tengo presentes a diario y que siempre estaré agradecido por lo que hicieron. Feliz Día del Maestro.



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